08 junio, 2007

Prólogo

Caminante no hay caminos....
La vida es el viaje más hermoso.
La primera vez que el camino de Juan Bosco –a quien yo llamo cariñosamente Capitán Trueno- se cruzó con el mío, fue hace poco más o menos un año. Tuvo lugar en uno de esos lugares virtuales que salpican la red de redes, tan vituperada por unos y alabada por otros. Desde el principio existió entre ambos afinidad, una forma de ver la vida como algo tan serio, que merece ser disfrutado, en toda la extensión de la palabra, con unas risas y a pecho descubierto. El hecho de que nuestros respectivos “envases” físicos se encuentren separados por cientos de kilómetros no ha sido obstáculo para que entre ambos se haya anudado, poco a poco, un lazo afectivo, una amistad basada en el respeto y cimentada de confianza y sinceridad. 

Así, cuando apeló a ella para pedirme que pusiera prólogo a sus “Cuatro Bicis y un Escocés” no tuve más alternativa que acceder, pese a mi manifiesta inexperiencia en estos asuntos: Por los amigos se intenta lo imposible, y lo meramente difícil se da por hecho. “No te excedas” –me pidió- “No quiero que hables bien de mí”. Pero Juan Bosco no necesita que nadie hable bien de él. Aquellos que lean éstas páginas y acompañen al Capitán Pedales y su tropa en esta etapa de su Camino, comprobarán, a poca atención que pongan, que su calidad humana habla por sí sola en cada una de ellas. Adornarlas con retórica sería estropear con una rebuscada salsa la calidad de la materia prima.

Cuando, mediado Enero, Juan Bosco nos puso al corriente de su intención de hacer el Camino de Santiago, no estuve entre los que consideraron que él y sus compañeros estaban locos. Existen múltiples y variadas razones para hacer la Ruta Jacobea, desde las puramente turísticas hasta las esotéricas, de hecho existen tantas razones como peregrinos, y todas ellas son perfectamente válidas. Ignoro las de sus compañeros de viaje, pero para mí las de Juan Bosco eran absolutamente claras: tarde o temprano hay un momento en la vida en que paramos a mirar nuestras alforjas, y nos preguntamos donde han ido a parar todos aquellos sueños que un día formaron parte de nuestro equipaje. 
Nos invade la sensación de haber derrochado tesoros irrecuperables, que se han caído a través del desgarrón de los NOES: Las rosas cuyo aroma no nos detuvimos a aspirar, los amaneceres que se transformaron en ocasos mientras mirábamos las paredes de la rutina, los libros que no viajamos, los frutos que rechazamos porque estabamos ahítos, las murallas que no nos atrevimos a escalar, las profundidades que nos dio miedo descubrir. Es un momento duro. Una encrucijada de elecciones restringidas, que cada quién resuelve como buenamente puede, puesto que la única cosa imposible es volver atrás. Juan Bosco necesitaba espacio, tiempo y algo que justificara ante sí mismo un paréntesis de introspección. No sabía por qué, pero confiaba en que el Camino le daría la respuesta. Como él, cada uno de sus cuatro compañeros se puso en marcha con un propósito más o menos claro, más o menos disfrazado de ruta turística para ver al Apóstol, pero había alguien mucho más importante esperándoles en ese trayecto: ellos mismos. Y descubrieron que no había otras respuestas que las que llevaban consigo. El Camino solo les enseñó a plantearse las preguntas.

Disfrutarán de la lectura de este Cuaderno de Bitácora. Se sorprenderán sonriendo o riendo abiertamente de cosas que, si las tuvieran que contar –o vivir- ustedes, probablemente no les harían la más mínima gracia. Son páginas llenas de la huella de algo tan imprescindible para enfrentarse a los avatares de la vida como es el sentido del humor, la capacidad de buscar el lado grato de lo ingrato. Escritas en un lenguaje llano, salpimentadas con la fina ironía y el desparpajo característicos de su autor, como acertadamente comenta alguno de los que, como yo, le guardan cariño y aprecio. Las primeras están dedicadas a explicar “como y porqué” y se completan con alguna recomendación para los atrevidos que deseen seguir sus roderas, aunque sea a pie. A partir de ahí, la narración se convierte en una vía de dos carriles: uno detalla lo que se suponía que iban a encontrar y el otro lo que realmente encontraron, su experiencia real, incluida la entrevista del propio Capitán con San Yago, que les recomiendo vivamente, porque no tiene desperdicio.

Cinco hombres emprendieron camino desde Almería a Compostela y, pese a todas las adversidades, remataron su epopeya. 

No sé cual habrá sido la experiencia de sus compañeros, pues Juan Bosco, evitando entrometerse en el “almario” de los demás, no nos lo cuenta. Pero sé, porque me ha brindado esa confianza, que él se ha dado cuenta de que su verdadero Camino no era una ruta ida y vuelta Almería/Santiago, sino que iba mucho más allá. Ha recobrado la senda del viaje verdadero, el que se hace desde el corazón por los paisajes de la vida, apreciando todos y cada uno de sus matices, disfrutando de sus remansos tanto como de su salvaje dureza. 
Sabe ahora que aquello que consideró perdido no lo estaba, sino que formaba parte de su huella vital sobre la tierra. Su zurrón está lleno no sólo de sueños, sino también de realidades y de recuerdos. Apoyado en el báculo de su familia y sus amigos, con la cantimplora a rebosar de agua de cariño, sus pies continuarán transitando con firmeza la ruta de la vida.

A Juan Bosco, y a todos los que, como él, se arriesgan a dar un paso adelante, llueva, truene o relampaguee, no cabe sino desearles lo que, desde hace siglos, se desea a todos los peregrinos: ¡Ultreia, e sus eia!.

... se hace camino al andar.

En Madrid, a 25 de Mayo de 2004.
Sofía Cos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bien escribes, joía.